La terapia

Traducción del francés de Javier Yagüe Bosch

―Mire, doctor, está en los huesos. Ya verá usted, un día se cae redonda la pobre. Mide 1,65 y solo pesa 55 kilos…

Samuel Pardo miró por encima de los papeles apilados y las cajas de medicamentos recién traídas por el representante, que al lado del ordenador y el teléfono invadían su escritorio desordenadamente, o más bien anárquicamente. Ante él tenía sentadas a sus primeras pacientes, madre e hija. A primera vista, se apreciaba una diferencia notable de peso y personalidad. Mercedes Sánchez extendía su cuerpo en dos sillas, más parte de la tercera que ocupaba su hija. Lola, de catorce años, no decía nada y parecía como ausente. Estaba delgada, pero tampoco en exceso, y era bien proporcionada.

―No creo que haya motivo para preocuparse. Con sus 1,65 de estatura, los 55 kilos están dentro de lo normal.

―¿Pero quién manda y dice que eso es lo normal? Yo sí que sé cómo debería ser mi hija. Yo cuando no como me irrito y me siento infeliz, y para mí está claro que lo mismo le pasa a mi hija. Por eso he venido, para que usted la ayude.

―Claro, para eso estamos. Debo decirle que estoy sustituyendo al doctor Bello durante las dos semanas de sus vacaciones. ¿Su hija se medica actualmente?

―¿Se cree usted que le iba a dar yo esas marranadas? Doctor, hoy todo el mundo nos quiere envenenar. ¿Y por qué? Pues por dinero, nada más que por dinero: es lo único que cuenta. Fíjese cuánto agobio por ir a la farmacia. Y si encima se añade internet, ya es para volverse locos. Yo prefiero los productos ecológicos y biológicos, y ya ve usted el resultado. Estoy como una rosa, no como esta que no quiere comer, y que por eso siempre está triste, ensimismada, como que está medio viva. Ya le digo, doctor: lo que le vendría bien es tener hambre.

―Lola ―Pardo se dirigió a la muchacha―. ¿Haces deporte? ¿Sales a correr, nadas, vas al gimnasio?

―No, no hago nada. Y además a ti qué te importa.

Mercedes sacó del bolso una barra bañada en chocolate. ―Toma, mi vida, come, verás cómo eso te da fuerzas―. Por toda respuesta, su hija soltó un estornudo tan fuerte que llegaron gotitas volando hasta las mejillas del doctor. ―¡Déjame en paz, mujer del demonio! Me estoy meando. Y ya estás viendo que este memo no tiene ni idea.

―Ya lo ve, doctor. También conmigo es agresiva. Anda con malas compañías, y además en este mundo que va cabeza abajo… Todas sus amigas son anoréxicas, y como puede comprobar ella lleva el mismo camino.

―¡Todo eso son gilipolleces! ―concluyó Lola, que salió dando un portazo para ir a los lavabos.

―Pues ya lo ve, doctor. Es una chica inteligente que tiene carácter, solo que está un poco confusa. ¿Qué me aconseja?

―Señora, creo que podemos probar con una dieta baja en calorías, a base de fruta y verdura. Le aseguro que es muy eficaz.

Tardó un segundo de más en comprender. Mercedes lo miraba con gesto de enfado. ―Le pregunto qué me aconseja para mi hija, no he venido aquí a oír bobadas.

La situación se ponía difícil, pero el doctor Pardo sabía lo que le quedaba por hacer. Sonrió para disculparse y enseguida se puso a buscar una solución adecuada en la pantalla del ordenador, donde encontró sin dificultad (gracias a Patricia, que había preparado los expedientes de los pacientes del día) las anotaciones del doctor Bello: «Dolores B., complejo vitamínico».

Imprimió la receta y se la entregó a Mercedes, no sin advertirle que su hija atravesaba el difícil periodo de la adolescencia y necesitaba ternura y comprensión. Ya veía él ―le dijo a Mercedes― que, afortunadamente, nada de eso le faltaba. También le comentó que debía tener paciencia y seguir en contacto con el doctor Bello, cuyo método de suave persuasión ayudaría a su hija a mirar con ojos más positivos el mundo que la rodeaba. En cuanto a las vitaminas, le abrirían el apetito, y esperaba que alcanzase el peso ideal, aunque nada la obligaba a engordar.

―Sobre eso tengo yo mi propia opinión, y de todas formas, doctor, yo solo miro por su bien.

―Desde luego, señora, eso se ve enseguida.

A fin de cuentas, Mercedes parecía bastante satisfecha. Después de abonar ochenta euros en efectivo, se dirigió a la puerta de la consulta. Como esta se abría por dentro, poco faltó para que Mercedes quedase atorada entre la puerta y el rincón de la pared. Cuando salió, Samuel Pardo suspiró de alivio y echó un vistazo al reloj de pulsera.

Entretanto, Patricia llamó al paciente que seguía en la lista.

―¿Don Julio Cobo? ―Inútil pregunta, pues ya veía que era él. Desde la pantalla del ordenador lo miraban unos ojos curvilíneos, mientras el paciente real se fijaba en sus zapatos. Transcurridos unos instantes, Cobo alzó la cabeza, se puso en pie y se volvió a sentar.

―¿Ocurre algo, señor Cobo? ¿Le puedo ayudar?

―La verdad es que no lo sé. El médico es usted―. Cobo lanzó a Pardo una mirada vidriosa y apretó los labios. ―¿Quiere saber lo que me molesta? Pues mire, todo. Y sobre todo la gente: la hay por todas partes, hay demasiada, domina el mundo. Las personas se multiplican, salen como setas, producen basura, hacen ruido, se matan mutuamente, conspiran, se alían unas con otras… Es el caos. Y con todo eso, ¿cómo hace uno para poder vivir?

―Julio (si me permite que le hable por su nombre de pila): su visión del mundo es realmente crítica. Pero seguro que hay algo o alguien que se destaca de esa imagen sombría, alguien a quien usted aprecia.

―Pues precisamente ya le he dicho que era ella.

―Pero todavía no ha mencionado a esa persona.

―Yo a ella le hablo constantemente, y también a mí mismo me hablo constantemente. No paro de hablarle, no vivo más que por ella. Pero hay un problema.

―Vaya hombre. ¿Y cuál es?

―Que me engaña.

―Pues en efecto es un problema. ¿Pero está usted seguro?

―Sin ninguna duda. Me engaña cuando va a la tienda, cuando habla con su madre, cuando sale con las idiotas de sus amigas, cuando pasa horas delante del ordenador…

―Le engaña con el ordenador. Eso me parece un poco fuerte.

―Para nada. Con él es con quien más me engaña. Se queda ahí pegada a la pantalla viendo pasar uno tras otro a todos los tipos que están en Facebook. Tiene citas con ellos para putearme, para humillarme. Pero yo, doctor, un día ya no aguantaré más, y entonces… ―Julio hizo un gesto muy gráfico que no dejaba lugar a dudas: le entraban ganas de cortarle el cuello.

―A ver, Julio, con calma… ¿Le haría usted eso a la mujer que ama? Señor Cobo, entiendo lo que usted siente, pero no puede dejar que esas emociones negativas dicten sus actos. Apele a su razón. Eso que hace su compañera o novia es totalmente normal en nuestros tiempos. Si ella sigue con usted, eso significa que usted le importa. Por lo demás, se preocupa por nada: creo que tiene usted una imaginación un poco calenturienta.

―¿Imaginación? Pero qué dice. Hoy en día la realidad supera la imaginación.

Cobo calló. A continuación se levantó, volvió a sentarse y se inclinó sobre el escritorio hacia el doctor Pardo. ―Estoy enfermo de celos ―resopló― y sufro. ¿Es que no lo entiende?― Su tono de voz se volvió glacial, incluso veladamente amenazador―. Recéteme anfetaminas, como el doctor Bello. Cuando las tomo estoy más tranquilo, veo las cosas de mejor color y me siento menos traicionado.

―Sí, claro. Disculpe―. Pardo consultó el ordenador, y encontró las notas de su colega y la receta para Julio Cobo. Era una mezcla a base de anfetaminas. Imprimió la receta y se la entregó a Cobo, quien se dirigió rápidamente hacia la puerta.

―Los honorarios los pago por transferencia. Nunca llevo dinero conmigo, es demasiado peligroso. Los ladrones están al acecho por todas partes. Adiós.

Cuando salió Cobo, el doctor Pardo tomó de su bolsillo una pastilla y se la tragó con un sorbo de agua. Luego hizo unos estiramientos para desentumecerse, respiró profundamente cinco veces seguidas y miró la agenda. Todavía tenía una paciente antes del descanso, y después otros cuatro por la tarde. Pensó que almorzaría en el pequeño restaurante del parque del Retiro donde le esperaba una mesa con vistas a los árboles. Tomaría el menú de doce euros: dos platos y postre acompañados de una copa de Rioja.

Joaquín Bello era un psiquiatra de renombre y su sala de espera estaba siempre llena de pacientes. Y bien apropiado es ese nombre de pacientes, ya que tenían que esperar semanas para conseguir una cita a la que habrían de acudir a una hora precisa. Únicamente en casos extremos aceptaba el doctor recibir sin cita previa. Normalmente su mujer Laura se ocupaba de responder el teléfono, concertar las citas y realizar las tareas administrativas; pero como, oficialmente, ambos se habían marchado para disfrutar de unas merecidas vacaciones, la había sustituido la sobrina de Bello. Patricia, de veinte años de edad, era una joven guapa, de voz dulce y afable. Esta voz recordó súbitamente al doctor Pardo que el próximo paciente estaba esperando.

Era en este caso una paciente que acudía a la consulta por primera vez. En ese momento, se encendió en el ordenador una señal roja: significaba que no había ni expediente ni diagnóstico, ni nota alguna del doctor Bello. Además, Patricia le comentó que la paciente era alemana, Frau Margot Walstaff, pero que hablaba español con fluidez.

En el marco de la puerta apareció una rubia alta, de buen porte, maquillada ostentosamente. Llevaba una cortísima minifalda negra y de su blusa de encaje desbordaba un busto impresionante. Llegó con andares de bailarina hasta la silla que estaba frente al doctor, mientras sus pechos se acompasaban con precisión al ritmo de sus pasos: derecha, izquierda…

―Señora Walstaff, ¿qué se le ofrece? Supongo que está usted de paso por Madrid…

Contestó que llevaba tres años viviendo en la ciudad, que trabajaba en el sector turístico, en la filial madrileña de la agencia de viajes alemana Tui, que su nombre de pila era Margot pero todo el mundo la llamaba Tetoncia.

―Mis compatriotas son muy aficionados a su bonito país ―añadió con una leve sonrisa, para acto seguido indicar que el destino no le había sido muy benigno en España. Su gran amor, un tal Alberto, por quien ella precisamente había ido hasta allí abandonando en Frankfurt su familia y

su trabajo en una tienda de modas, la había dejado por otra: de repente, sin avisar―. Nuestra relación era maravillosa, estábamos hechos el uno para el otro y nada hacía presagiar ese cataclismo. Pues bien, un día me dice de sopetón que ya no me quiere, que esa misma tarde se va con sus cosas. Por cierto, el apartamento era suyo. Ahora hace ya dos años que nos separamos ―dijo, poniéndose una mano en el seno izquierdo e inclinándose ligeramente hacia el doctor Pardo―. Todavía me mata aquello, pero lo que más duele es la soledad ―añadió, cruzando las piernas. La minifalda se había replegado ahora hacia arriba y entre las piernas apareció un triángulo de ropa interior color turquesa. Al doctor Pardo le encantaba ese color. Sintió que su virilidad reaccionaba como un resorte. Menos mal que pudo disimular esa reacción por debajo del escritorio.

―¿En qué puedo ayudarla, doña Margot?

―Por favor, llámeme Tetoncia.

―Bueno, Tetoncia. Saque todo lo que lleva dentro. Estoy aquí para escucharla.

―Enseguida se ve que es usted un buen médico, un auténtico profesional ―replicó Tetoncia―. Ya que quiere escucharme, se lo diré todo. Pero antes, doctor, míreme y dígame lo que ve―. Y fijó en los ojos del doctor su mirada semioculta por un espeso velo de rímel. Siguiendo el ritmo de su respiración, sus pechos encerrados en el sujetador se elevaban, rebosaban del escote y después volvían a su lugar.

―Veo a una mujer madura, muy atractiva.

―¿Ha dicho usted atractiva?

―Claro que sí.

Los acontecimientos que se sucedieron a partir de ese momento dejaron estupefacto al doctor Pardo. En menos de un segundo, Tetoncia se levantó de la silla para ir a sentarse a horcajadas en las rodillas del doctor, impidiéndole todo movimiento. Hábilmente le desabotonó la camisa y le bajó el pantalón, mientras le susurraba al oído palabras cariñosas en su lengua materna. Pardo no entendía nada de lo que decía, pero la situación era tan estimulante que no podía hacer como si no comprendiera. Pese a lo inesperado de la reacción de Tetoncia, la situación le resultaba muy agradable. Esa mujer no solo le gustaba, sino que claramente lo excitaba.

La butaca abatible que servía al doctor Bello para llevar a sus pacientes a un estado de hipnosis o para escuchar sus confesiones era ahora testigo de los arrebatos eróticos del doctor Pardo y Tetoncia. No obstante, había algo que lo incomodaba mientras se abandonaba a las delicias y emociones de ese interludio: era que Tetoncia exteriorizaba su satisfacción mediante una catarata de exclamaciones (o tal vez insultos) en la lengua de Goethe, de la cual él no entendía ni una palabra y que resonaba en sus oídos de manera más bien brutal. Aparte de eso, la puerta de la consulta no estaba cerrada con llave, y en cualquier momento podía aparecer alguien con intención de echar un vistazo para cerciorarse de que el doctor Pardo no estaba siendo víctima de un ataque verbal o de una agresión física. Tetoncia seguía vociferando sin moderación. Lo que más temía Samuel era que Patricia se precipitase en su auxilio. Por suerte, nadie vino a molestarlos. No bien alcanzó el orgasmo, Tetoncia volvió en sí y, después de vestirse en un santiamén (incluso ayudó al doctor Pardo a hacerlo), se dispuso a marcharse.

―Ha sido fantástico ―suspiró―. Me siento mil veces mejor. Ahora mismo voy a pedir otra cita a tu ayudante. ¿Podrá ser justo después del fin de semana?

Era la hora del almuerzo. Tras recomponerse los cabellos alborotados y hacer unas abluciones, el doctor Pardo salió de la consulta. Hacía mucho que no se había sentido tan bien. Al principio, cuando Joaquín Bello le propuso la sustitución, la idea le había parecido absurda, pero

en cualquier caso se dijo que no tenía nada que perder. Después de haber deambulado por el mundo y dilapidado todos sus ahorros, ni siquiera habría tenido dónde dormir si su padre no le hubiera ofrecido alojamiento. Bien es verdad que en eso su padre no había obrado tan solo por piedad, sino porque tenía remordimientos de conciencia muy justificados: había actuado con muy pocos escrúpulos cuando le robó a Inés (ahora su expareja), y además lo hizo justo cuando Samuel creía vivir el periodo más feliz de su matrimonio. Aunque lo cierto es que, si Inés no se hubiera ido con su padre, sin duda lo habría hecho con cualquier otro. Le dijo ella entonces a Samuel que ya no aguantaba más sus obsesiones, su pesimismo, su carácter depresivo. Desde luego su padre no debería haberle hecho eso, aunque solo fuera por respeto a su madre. ¿Y qué pudo Inés ver en él? Por fuerza la habría seducido su supuesta aureola de sabio: las mujeres se dejan embaucar con facilidad por ese tipo de personajes. Samuel no podía imaginarse la vida sin Inés, y se fue de Madrid para no acabar perdiendo la razón. Habría querido suicidarse, pero le faltó valor. Cuando regresó a la ciudad siete años después, se enteró de que su compañero de facultad Joaquín Bello tenía una consulta privada en la zona de Serrano, y esperaba que pudiera ayudarle.

Eran ya casi las cinco. Samuel tenía ante sí una carita asustada y unas manos pálidas y temblorosas. Remedios Barbillo.

―Doctor, esto no puede seguir así. He perdido mi empleo, pero lo peor es que he perdido la esperanza de que alguien pueda ayudarme. Bueno, usted no conoce mi historia, de modo que se la voy a contar―. Remedios padecía cleptomanía, de toda la vida. Ya de niña escondía bajo la almohada diversos objetos que sustraía a sus amigas o a la familia. La castigaban, se avergonzaba, pero no podía evitar volver a hacerlo. Tenía especial debilidad por las estilográficas: llegada a la edad adulta, contaba ya en su colección mil trescientas cincuenta, de diversas procedencias y de todas las marcas posibles e imaginables.

―¿Cuál es su profesión? ―preguntó Samuel, interrumpiendo un relato detallado de todos los hurtos que habían jalonado la vida de Remedios desde su nacimiento hasta la fecha, es decir, durante sus casi treinta y ocho años.

―De momento no tengo trabajo, precisamente porque me han despedido. Y por cierto no es la primera vez ―añadió―. Trabajaba en un laboratorio, soy doctora en Química. Y aquí me tiene, citada a comparecer en un juzgado―. Sus dedos trémulos estrujaban el cuero beige del bolso.

―No debe usted desesperar: es una dolencia que tiene cura. Y en cuanto a su citación en el juzgado, estoy seguro de que el juez tendrá en cuenta que usted no ha conseguido dominar eso que llamamos una pulsión.

―Ya, pero verá usted, es que sigo sin conseguirlo. Hoy mismo estaba en el Corte Inglés, y mire―. Removió dentro del bolso y sacó dos Montblanc a estrenar―. Las he robado. Me ha costado lo mío, pero al final me he animado a hacerlo.

―Sí, pero estoy seguro de que ahora se arrepiente. Y supongo que se avergüenza.

―Pues claro que me arrepiento, y mucho además. Porque, mire usted, al lado de las Montblanc había una Cross: el último modelo, una maravilla. Pero me ha faltado valor para cogerla―. Por detrás de las gafas despuntó el brillo de unas lágrimas verdaderas.

―Voy a recetarle un calmante. Pero debo advertirle que su caso no es fácil, su curación va a ser lenta. Se ocupará de usted mi colega el doctor Bello, que vuelve dentro de una semana―. Al decir esto, Samuel reparó en que todavía le quedaba una semana de consulta, y se sentía cansado. El día había sido denso en emociones y la actividad física de la mañana lo había dejado exhausto.

Los dos pacientes que venían a continuación, un jubilado de aspecto impecable y un funcionario deprimido, no le llevaron mucho tiempo.

Manuel tenía ochenta años. Estaba allí para obtener un certificado en que se hiciera constar que sufría leves trastornos psíquicos (claro está, inofensivos para su entorno o para la sociedad). El certificado, en el que se debía mencionar asimismo que estaba siguiendo un tratamiento, le era necesario para presentarlo a la comunidad de propietarios del edificio en que estaba situado su piso de dos habitaciones: era la única manera de que lo dejaran tranquilo y se evitaran jaleos con los tribunales. De todas maneras, Manuel no quería saber nada de los vecinos, prefería pasar por loco y no tener que tratar con ellos. Eran unos egoístas redomados, lo habían demostrado en varias ocasiones.

Todo empezó después de fallecer su esposa. Para tener compañía, Manuel había comprado un gato blanco de pelaje muy espeso que respondía al nombre de Milano. Gracias a ese animal pudo soportar los primeros meses de soledad después de que se le hundiera el mundo. Por lo menos tenía alguien con quien hablar, ya que aprendió a comunicarse con el gato. Al cabo de un tiempo se dio cuenta de que el animal estaba triste: echaba de menos una familia. De modo que, cuando el felino cumplió dos años, Manuel le ofreció una gata llamada Negrita. Pronto esta trajo al mundo gatitos, y Manuel no tuvo valor para separarse de ellos. Ninguno de sus conocidos quería adoptarlos, pero él tampoco podía abandonarlos sin más en la acera. Así pues, crecieron en una felicidad completa, mimados por Manuel, que los adoraba, cuidaba, vigilaba, y que con esa actividad halló algo en qué ocuparse. Con el tiempo, la familia gatuna fue creciendo en número, hasta alcanzar los veintitrés miembros. Todo habría sido perfecto si los vecinos no hubiesen empezado a quejarse: que si los gatos maullaban, que si no les dejaban dormir, que si se peleaban porque Manuel no los había mandado castrar… Esto último era cierto, pero Manuel consideraba que no era ético dejar impotentes a esos pobres animalillos, privándolos de placeres que, si bien él personalmente, debido a su edad, ya no podía experimentar, constituían los mejores recuerdos de su vida en común con su queridísima Elena.

Samuel dudaba. ¿No sería mejor pedir la opinión de Joaquín Bello respecto del certificado? Al fin y al cabo, sería el sello del médico titular el que se estamparía en el documento… El viejo se percató de esa vacilación.

―No tema, doctor. Mi difunta esposa decía que yo padecía un desdoblamiento de la personalidad y que era erotómano. Como dentista, mi tarea era curar los dientes, pero muchas veces ella me sorprendió con la nariz metida entre las piernas de mis pacientes femeninas.

El viejo se echó a reír como si se tratara de un chiste muy gracioso. Después volvió a ponerse serio, y añadió que no le importaba pagar el doble por la consulta si le daban el certificado. Indicó con generosidad que, cuando su gata Blanquita, hija de Milena, tuviera gatitos, guardaría uno para el doctor. Por último, propuso al médico que se blanqueara los dientes con un nuevo producto muy eficaz que él podría traerle la próxima vez.

Samuel comprendió que su paciente estaba dispuesto a todo con tal que lo dejaran en paz con sus gatos. Ahora tenía ganas de acabar cuanto antes la consulta. Pensó que, debido al secreto médico, no era buena idea poner por escrito el diagnóstico, así que se limitó a anotar en el papel que Manuel Vázquez era un paciente del doctor Bello desde hacía un tiempo y que era imperativo seguir la terapia. El sello, la firma, listo el certificado. Manuel, visiblemente satisfecho, puso un billete de cien euros sobre el escritorio y se fue sin recibir la vuelta.

El paciente que iba a continuación, un funcionario depresivo, soñaba con un ascenso día y noche. Hacía guardia junto al teléfono para estar seguro de poder responder a las llamadas de su

jefe. Hasta le contestó durante la noche de bodas. Tras haber escuchado las confidencias de su paciente, el doctor Pardo se concedió una pequeña pausa. Patricia, siempre comprensiva y bondadosa, le trajo un café con el cual tragó la pastilla que había sacado del bolsillo. Después de semejante jornada, no es extraño que estuviera cansado.

Quedaba un último paciente. Un tal Fulgencio, ciudadano cubano, un mulato de gran estatura y largo cuello delgado, con un rostro preñado de misticismo. Se presentó como un chamán y afirmó que sentía mucha energía positiva en la consulta y que Samuel tenía un aura increíble, lo cual auguraba un buen contacto con sus pacientes. Entonces Fulgencio pasó a relatar sus cuitas. Debido a las reglamentaciones de la administración local, que exigía el pago del alquiler al firmar el contrato, seguía sin techo. Confiaba en recibir alguna ayuda, algún gesto de solidaridad de los psiquiatras. ¿No eran, si bien se mira, colegas suyos? Tenían que unirse para salvar juntos este mundo que iba directo a estrellarse. Fulgencio indicó que tan solo cobraba veinte euros por sesión. De algo había que vivir, y además sus sesiones podían resultar de gran utilidad. Tenía, en efecto, la facultad de transmitir energía vital: bastaba que encontrase dónde recargarla para trabajar en condiciones adecuadas.

Samuel prometió comunicar esta oferta al doctor Bello, pero advirtió a Fulgencio que no podía garantizar una respuesta positiva.

Los días siguientes transcurrieron de la misma forma, con la salvedad de que cada paciente tenía una historia distinta. En la mayoría de los casos, las personas que acudían a la consulta sufrían depresión o habían estallado como consecuencia de un exceso de estrés. Luego estaban los trastornos maniaco-depresivos, cada vez más vinculados a una percepción errónea del aspecto físico, los delirios persecutorios relacionados con envidias profesionales o sentimentales y, en la parte baja del cuadro, las personas abrumadas por la soledad o aquejadas de diversas adicciones. Samuel recordaba sus propias experiencias. Había consultado a numerosos médicos hasta que se encontró casualmente con Joaquín Bello, encuentro que había resultado providencial. Se habían conocido en la Facultad de Medicina, pero al término del primer curso Samuel abandonó los estudios para meterse en negocios. Abrió una agencia inmobiliaria, y sus contactos con Joaquín Bello se tornaron muy esporádicos. Mientras Joaquín cursaba su especialización, Samuel se dedicaba a gestionar la construcción y venta de pisos. Luego sobrevino la crisis, primero en los negocios y después en su vida sentimental. Samuel lo dejó todo y se marchó. Buscó en vano un sentido a la vida y llegó a la conclusión de que era un auténtico inútil, un eterno perdedor que nunca llegaría a nada.

Finalizada la última consulta, Samuel Pardo salió a escape de la oficina. Llegó a la colonia del Viso y aparcó el coche frente a un suntuoso chalet adornado por un gran jardín. Encima del portero automático figuraba una placa con el nombre del doctor Joaquín Bello, y fue este en persona quien vino a abrirle la puerta.

―Fenomenal que hayas venido, Patricia me lo ha contado todo. Has salido del apuro estupendamente. Para empezar con una tal señora Walstaff, que ha pedido citas para todo un año. Pero vamos a lo esencial: dime, ¿cómo te encuentras?

―Mejor, francamente mejor. Desde luego la terapia funciona.